Una vez más, el español agredido

El personaje se acerca al precipicio y al narrador se le ofrecen dos posibilidades; una, que se despeñe y quede hecho un amasijo de vísceras allá en el fondo del abismo; otra, ágil, con movimientos gráciles de los brazos, inicia el vuelo y se demora en hacer giros y vueltas, ochos y tirabuzones. La primera posibilidad es la más verosímil, la más lógica, pero nos encontramos en el terreno de la ficción y podemos hacer lo que nos venga en gana y es más agradable volar que despeñarse. Creo que en esto estaremos casi todos de acuerdo; digo casi porque siempre habrá sádicos que prefieran la sangre y el golpe seco.
Desde hace cinco años vivimos en España una ficción escrita por el presidente del ejecutivo acompañado por una serie de amanuenses que repiten al dictado y multiplican en las radios, en las cadenas de televisión y en los periódicos, de manera directa o, mejor, por medio de voceros, la buena nueva de que España vuela con alas de modernidad incomparable, con impulso único en el mundo, con felicidad permanente. El mensaje es muy agradable y adormecedor. Millones de españoles duermen arrullados por la nana del pensamiento único. La realidad es otra cosa, pero estamos, lo recuerdo, en el mundo de la ficción y el color azul celeste, llamado purísima, lo digo por aquello del vuelo, es mucho mejor que el negro, esa sombra insondable e infinita que encoje el corazón. Hay crisis pero como es universal nos consolamos. El paro se desboca pero como ya lo hemos tenido antes, nos consolamos. España aparece en los últimos lugares en todos los niveles pero qué sabrán los extranjeros de nuestras cosas; así que nos seguimos consolando. Todo aquel que ose alzar la voz es lanzado a las tinieblas exteriores del silencio y del desprestigio.
He escrito algunas reflexiones sobre la realidad española y, de verdad, me hubiera encantado emplear otro tono pero servir a la verdad, con toda la honestidad posible, tiene un precio bastante elevado que hay que aceptar. Mis opiniones son sencillas y, creo, que bastante asumibles por los ciudadanos normales entre los que me incluyo.
La ley más importante de cualquier democracia es la Constitución y se supone que debe ser respetada; de no hacerlo, la democracia pierde calidad hasta quedar en una caricatura y, muy importante, se pierde la certidumbre jurídica base del ordenamiento legal. Según la Constitución el idioma común de España es el español. No hay que ser legislador para llegar a esta conclusión. Se trata lisa y llanamente de poner por escrito lo que es uso e historia. Todos los españoles tienen el deber de aprenderlo y el derecho de usarlo. Hasta aquí nada especial en una nación normal pero España, no lo olvidemos, vuela hacia un horizonte maravilloso donde el presidente del ejecutivo reparte juguetes y caramelos a los niños buenos.
En el País Vasco, en las Baleares, en Galicia, en Cataluña y hasta en Valencia se ha desarrollado una política lingüística en defensa del conocimiento y de la difusión de la otra lengua que se habla en estos territorios. No hay nada que objetar desde un punto de vista científico, incluso sentimental; cosa diferente es desde el punto de vista de la normal evolución del uso, pero no entraré en este terreno. Acepto como filólogo que las lenguas de estas zonas de España se estudien y se difundan y, es más, me encanta que así sea.
Lo lamentable es que la difusión de estas lenguas, normalizadas de manera artificial, se realice, en algunos casos, desde el odio y el desprecio al español al que se ataca porque estas políticas permiten desarrollar conciencias nacionales y, sobre todo, lo importante de verdad, vivir como dioses a los nacionalistas de mente estrecha y bolsillo ancho para recoger dineros sin cuento y privilegios muchos. Empresas editoriales, plazas de profesores, campañas de publicidad, medios de comunicación; son ya demasiados intereses económicos los que exigen seguir en este sendero hacia el horizonte de pequeños países, dominados por una oligarquía que se mira el ombligo , se pasma con el campanario de su aldea y vive a lo grande del resto de los territorios.
El parlamento de Cataluña ha aprobado una ley de educación o, mejor, de adoctrinamiento en la que la Constitución se pisotea y van… El español queda reducido a la mínima expresión en los horarios escolares. Nunca he negado a los nacionalistas su claridad, pese a las tácticas dilatorias que usan según el momento; pero la claridad es meridiana en el texto de la ley, artículos 9, 11 y 16. La única lengua reconocida es el catalán y en ella se educan y educarán, quiéranlo o no, los alumnos de cualquier nivel educativo. La Constitución queda reducida a la nada pero, ¿quién protestará? El ejecutivo desde luego que no y si lo hiciera, sería con la boca pequeña, muy pequeña.
No hay democracia sin respeto a la ley, será otra cosa, un ir tirando, un mirar para otro lado. España, en materia lingüística, es una anomalía, un caso digno de estudio. El gobierno de Montilla usurpa, además, las funciones de control del estado, en lo que se refiere a la igualdad y a los derechos de los ciudadanos; porque, en el fondo y en la forma, de eso se trata, en Cataluña y en los territorios donde estas políticas se apliquen, hay ciudadanos de segunda, a los que se arrebata una parcela muy importante de su libertad, la de elegir la lengua en la que crearán el mundo, cuando, tienen la posibilidad de crearlo en dos idiomas. De nada sirven las sentencias, ellos, a lo suyo, a ir perfeccionado un régimen que guarda la fachada del voto.
La democracia no es sólo votar en fecha prevista, es mucho más, es una manera de ser y de estar. Las lenguas son instrumentos claves para que la cultura democrática sea sana y en España la persecución del español, que hay que llamar a las cosas por su nombre, es una tragedia para los ciudadanos, nunca para el español que goza de una envidiable salud.